lunes, 3 de marzo de 2008

EL MONO Y EL PEZ

Un mono estaba sacando del agua a un pobre pececillo para colocarlo en la rama más alta de un árbol. Al verlo, la mona le reprendió:
- ¿Qué diablos estás haciendo?
- ¡Déjame en paz! ¡Su vida depende de mí!, le respondió.
- ¡Pero, salvaje! ¿No ves cómo se agita?
- ¡Es de alegría porque sabe que estoy salvándole de morir ahogado!

(“56 Cuentos para buscar a Dios” J. Peradejordi)

En algunos casos, estar colgados de lo que ocurre a los demás puede ser un modo de disimular las miserias de la propia vida. Si nadie solicita nuestra ayuda ni nos reclama atención, por muy buena que sea la intención, tal vez sea conveniente, al menos en determinadas ocasiones, que nos quedemos de brazos cruzados. Y, si alguien no requiere nuestra opinión ni nos demanda consejo, quizá sea mejor que tan sólo se oiga nuestro silencio. Pues, aunque parezca una paradoja, a veces sucede que, incluso quienes más nos quieren, sin saberlo, nos pueden hacer mucho daño. Por eso, a pesar de que suene indecorosa o chabacana y me tachen de poco religiosa y nada vaticana, si prefiero que me besen antes de joderme y no soy puritana, ¿qué le voy a hacer? ¡Algún vicio hay que tener!

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