- ¿Cómo están tus hijos? preguntó el Maestro a una madre, amiga suya.
- ¿Mi hija?, contestó la mujer. ¡No sabes la suerte que ha tenido! Se casó con un hombre maravilloso que le ha regalado un coche, le compra todas las joyas que quiere y le ha dado un montón de sirvientes. Incluso le lleva el desayuno a la cama y la permite levantarse a la hora que quiera. ¡Un verdadero encanto de hombre!.
- Pero mi hijo, prosiguió, ese es otro cantar. ¡Menuda lagarta le ha caído en suerte…! El pobre le ha regalado un coche, la ha cubierto de joyas y ha puesto a su servicio no sé cuántos criados. ¡Y ella se queda en la cama hasta el mediodía!. ¡Ni siquiera se levanta para prepararle el desayuno…!
(“Un minuto para el absurdo” A. De Mello)
¿Por qué nos encontramos con tanta frecuencia que apenas hay coincidencia entre lo que realmente sucede y aquello que percibimos en apariencia? Tal vez porque aún no hemos aprendido a mirar la realidad sin interpretarla. Y ¿cómo nos brota tan fácilmente ese ramalazo adolescente que nos lleva a dictar sentencia alegremente sin habernos interesado por conocer las cosas mínimamente? Quizá porque nos cuesta horrores acercarnos a los demás sin intentar manipularles. Por eso, cuando veamos que el afecto distorsiona nuestra percepción puede que debamos purificar nuestra intención.