viernes, 31 de julio de 2009

DOS NÚMEROS MENOS

Un hombre entra en una zapatería, y un amable vendedor se le acerca:

- ¿En qué puedo servirle, señor?

- Quisiera un par de zapatos negros como los del escaparate.

- Cómo no, señor. Veamos: el número que busca debe ser… el cuarenta y uno. ¿Verdad?

- No. Quiero un treinta y nueve, por favor.

- Disculpe, señor. Hace veinte años que trabajo en esto y su número debe ser un cuarenta y uno. Quizás un cuarenta, pero no un treinta y nueve.

- Un treinta y nueve, por favor.

- Disculpe, ¿me permite que le mida el pie?

- Mida lo que quiera, pero yo quiero un par de zapatos del treinta y nueve.

El vendedor saca del cajón ese extraño aparato que usan los vendedores de zapatos para medir pies y, con satisfacción, proclama:

- ¿Lo ve? Lo que yo decía: ¡un cuarenta y uno!

- Dígame: ¿quién va a pagar los zapatos, usted o yo?

- Usted.

- Bien. Entonces, ¿me trae un treinta y nueve?

El vendedor, entre resignado y sorprendido, va a buscar el par de zapatos del número treinta y nueve. Por el camino se da cuenta de lo que ocurre: los zapatos no son para el hombre, sino que seguramente son para hacer un regalo.

- Señor, aquí los tiene: del treinta y nueve, y negros.

- ¿Me da un calzador?

- ¿Se los va a poner?

- Sí, claro.

- ¿Son para usted?

- ¡Sí! ¿Me trae un calzador?

El calzador es imprescindible para conseguir que ese pie entre en ese zapato. Después de varios intentos y de ridículas posiciones, el cliente consigue meter todo el pie dentro del zapato. Entre ayes y gruñidos camina algunos pasos sobre la alfombra, con creciente dificultad.

- Está bien. Me los llevo.

Al vendedor le duelen sus propios pies sólo de imaginar los dedos del cliente aplastados dentro de los zapatos del treinta y nueve.

- ¿Se los envuelvo?

- No, gracias. Me los llevo puestos.

El cliente sale de la tienda y camina, como puede, las tres manzanas que le separan de su trabajo. Trabaja como cajero en un banco.

A las cuatro de la tarde, después de haber pasado más de seis horas de pie dentro de esos zapatos, su cara está desencajada, tiene los ojos enrojecidos y las lágrimas caen copiosamente de sus ojos.

Su compañero de la caja de al lado lo ha estado observando toda la tarde y está preocupado por él.

- ¿Qué te pasa? ¿Te encuentras mal?

- No. Son los zapatos.

- ¿Qué les pasa a los zapatos?

- Me aprietan.

- ¿Qué les ha pasado? ¿Se han mojado?

- No. Son dos números más pequeños que mi pie.

- ¿De quién son?

- Míos.

- No te entiendo. ¿No te duelen los pies?

- Me están matando.

- ¿Y entonces?

- Te explico, dice tragando saliva. Yo no vivo una vida de grandes satisfacciones. En realidad, en los últimos tiempos, tengo muy pocos momentos agradables.

- ¿Y?

- Me estoy matando con estos zapatos. Sufro terriblemente, es cierto… Pero, dentro de unas horas, cuando llegue a mi casa y me los quite, ¿imaginas el placer que sentiré? ¡Qué placer, tío! ¡Qué placer!

(“Déjame que te cuente” Jorge Bucay)

Se oye, se comenta e incluso, hay quien cree que, para alcanzar el paraíso, es necesario purgar primero en algún infierno. Al amparo de estas supersticiones y al abrigo de tales suposiciones, es fácil pensar que no hay gloria sin dolor, ni meta a la que se llegue sin ampollas y sin esfuerzo o que se valora lo que se es y se tiene en la medida en que cuesta conseguirlo. Pero, aunque el sufrimiento te puede hacer más humano, también puede amargarnos y, a la postre, sólo termina generando más cantidad de sufrimiento. Es más, nadie se cura por estar enfermo y las cosas verdaderamente importantes nos vienen casi sin buscarlas. Así que te animo a disfrutar porque la vida se nos ha dado gratis, y morir es como dormir pero sin tener que levantarse a mear.