martes, 23 de junio de 2009

EL OMBLIGO

Érase un hombre con un ombligo de oro que le ocasionaba constantes apuros porque, siempre que se bañaba, era objeto de toda clase de bromas. El hombre no hacía más que pedirle a Dios que le quitara aquel ombligo. Por fin, una noche soñó que un ángel se lo desenroscaba y lo dejaba encima de la mesa, tras de lo cual se esfumó. Al despertar por la mañana, comprobó que el sueño había sido real: allí, sobre la mesa, estaba el brillante ombligo de oro. Entusiasmado, se levantó de un salto… ¡y el culo se le desprendió y cayó al suelo!.

(“Un minuto para el absurdo” A. De Mello)

Con el paso y el peso de los años, la gente tiende a situarse en el medio y en la media, en la medida en que se tiene más que conservar y va dejando de soñar despierta o, lo que es lo mismo, de crecer para simplemente envejecer. La vida se encarga de enseñar pero sólo al que quiere aprender que, para que se cumpla lo soñado, es necesario transformar lo cotidiano en posible y lo rutinario en ideal. De esa manera se asimilan posiciones menos desequilibradas y se asumen posturas alejadas de los duendes y de las hadas. Por eso, llegado el momento, conviene recuperar cierta dosis de radicalidad y desmesura, aderezada con un punto de extremo y de locura, sabiendo que no hace falta tomarse la vida demasiado en serio porque nadie consigue salir vivo de ella y porque quien nace pobre y feo tiene todas las papeletas para que, con el tiempo, se le desarrollen ambas condiciones.

miércoles, 10 de junio de 2009

LA HELADA

Un hombre es despertado por los codazos de su mujer:

- Levántate y cierra la ventana que ahí fuera está helando.

El hombre lanza un suspiro y dice:

- ¡Por Dios bendito! Si cierro la ventana, ¿va a dejar de helar?.

(“Un minuto para el absurdo” A. De Mello)

¿De qué te sirve ser sujeto de derechos si, para que se hagan efectivos, tienes que elegir a otros que los declaren legalmente reconocidos? Es la gran falacia de nuestra democracia, convertida en un sistema de control social, basado en la prevención y la presunción, que intenta convencernos de que somos iguales para que no nos demos cuenta de que no somos libres. Las elecciones son un mecanismo a través del cual la gente renuncia a decidir por sí misma, transfiriendo ese poder a estructuras partidistas que son esencialmente irresponsables ante aquellos que les han votado. Por tanto, quienes no tienen razón para quejarse son los que con su voto se empeñan en hipotecar periódicamente su libertad y recriminan a los demás porque no se dejan engañar. Así que no me queda más consuelo que, evocando la plegaria que presidía uno de los baños de la facultad en la que me examiné en aquellos años, invitarte a dar las gracias, hermano, si no tienes en el culo lo que yo allí tenía en la mano.