Una mujer muy religiosa le dijo al Maestro que había tenido que confesarse aquella misma mañana.
- No puedo imaginarte cometiendo un pecado grave, dijo el Maestro. ¿De qué te confesaste?
- De que un domingo no fui a misa por pereza; de que una vez maldije contra el jardinero; y de que otra vez eché de casa a mi suegra durante una semana.
- Pero eso fue hace cinco años, ¿no es así? Seguro que desde entonces ya te habías confesado…
- Así es. Pero lo repito cada vez que me confieso porque me gusta recordarlo.
(“Un minuto para el absurdo” A. De Mello)